Y yo… ¿qué sé?
or Olga Fernández Latour de Botas
Todos los seres humanos tenemos las mismas necesidades básicas. Lo diferente son las respuestas culturales que poseemos para satisfacerlas.
La Argentina ha dado la espalda, desde hace mucho tiempo, a los valores que esa diversidad encierra y, en la actualidad, ya casi nadie piensa en ellos como recursos adecuados para la fundamentación de planes de desarrollo sustentable o como elementos aptos para lograr la vigencia consensuada de programas auxiliares de gobernabilidad.
La pobreza, como mal instalado y mudo, suele parecer menos dramática que el empobrecimiento en proceso, con los gritos de dolor de quienes ven sus manos vaciadas y sus mentes yermas de ideas para producir un cambio en el progresivo agotamiento de su capacidad para sobrevivir. Los nuevos pobres no se resignan a que su destino sea la dependencia y la mendicidad. Es el momento de recordar que, los que antes eran considerados “pobres”, no lo fueron siempre hasta tales extremos.
No eran mendigos los pueblos indígenas, sino señores del medio en que habitaban. No se enseñó a ser mendicantes sino labriegos, artesanos y artistas a los aborígenes de las misiones que el cristianismo instaló en nuestro territorio después de la conquista. No eran mendigos sino poseedores orgullosos de la sabiduría pluricultural de sus predecesores los pobladores criollos de la Argentina. Durante siglos la gente supo ubicarse en el medio natural, recoger de él sus primicias, conservarlas y transformarlas en beneficio de la sociedad humana no sin cuidar ( con la ayuda del pensamiento mítico en “dueños” y “abuelos” de la flora, de la fauna, del agua y de la tierra) el debido equilibrio que hoy proclama la Ecología. Se sabía celebrar fiestas y ceremonias, cantar, bailar y jugar, adorar a Dios, educar a los niños y jóvenes y honrar la memoria de los antepasados. Las familias vivían con otras familias de su grupo regidas por diversas normas de comportamiento . La existencia en poblados homogéneos les daba apoyo y contención. Era causa de orgullo colectivo la hazaña individual y la afrenta o el delito eran penados, no sólo con la vergüenza y la exclusión de ciertos beneficios para quien los cometiera, sino con la exigencia de reparaciones brindadas por su familia a una comunidad que creía que aquel mal atraería hacia todos el rigor de lo sobrenatural Los ancianos eran respetados como consejeros y no ha de pensarse que sus leyendas y relatos explicativos fueran tediosos o se tornaran obsoletos: sorprendería hoy a muchos intelectuales vanguardistas cuánta picardía y cuánta movilidad creadora encierran esos tesoros de la oralidad.
Tampoco fueron pordioseros sino esforzados y dignos trabajadores, plenos de conocimientos ancestrales y de proyectos nuevos, los colonos y los inmigrantes en general que, desde otras partes del mundo, llegaron a nuestra América para aplicar sus experiencias en las nuevas tierras que se ofrecían a su porvenir.
Ante los protagonistas de la extrema pobreza actual – fenómeno urbano y periurbano, más que campesino- importa detenerse a observar su postura de airada resignación frente a una condición ónticamente desvalida que están transmitiendo a sus descendientes como única respuesta cultural al hecho básico de existir. Todos somos, en alguna medida, culpables de que así sea.
No debe ocurrir más que aquellas personas, que en su mayor parte no son analfabetas, se refieran a su futuro con un lapidario “¡Y yo qué sé!. No, mientras sea posible usar las mismas palabras para inducirlas a reflexionar “Y yo…¿qué sé?”.
Será ese el paso previo, sin duda el más difícil, para un remontarse desde la actual actividad mendicante, explícita o encubierta, a la sabiduría de sus antepasados, hasta llegar a aquellos que sabían otras cosas, y cuyos conocimientos sobre el hombre y la naturaleza los ayudaban no sólo a sobrevivir malamente sino a vivir con la dignidad plena de quien es capaz de decodificar los signos de su medio.
Un retorno planificado a la vida aldeana o pueblerina en distintos lugares aptos del extenso territorio argentino es el primer remedio para este mal que tanto nos duele. Ya no serán los pueblos de antes. Por la industria de los propios habitantes, dirigida y sustentada desde otros niveles económicos y tecnológicos, habrá servicios esenciales, accesos y comunicaciones adecuados, educación y salud debidamente asistidas y controladas. Es cierto que los pobladores no estarán ya cerca de los grandes clubes de fútbol ni de los canales de televisión para ver diariamente en persona a sus ídolos mediáticos, pero será aliciente para su trabajo fecundo el poder trasladarse a ellos en jornadas de fiesta. La vida de pueblo restituirá a estas personas – entre las que se encuentran valores morales y capacidades intelectuales tal altos como en cualquier otro grupo- el deseo de ser respetables, de educar a sus hijos en el trabajo honrado, no en busca del alivio especioso de la dádiva ni mucho menos de la oportunidad tentadora del descuidismo, cuyas técnicas de viveza y habilidad destruyen moralmente porque, ya lo dijo José Hernández por boca de Martín Fierro: “Muchas cosas pierde el hombre/ que a veces las vuelve a hallar/ pero les debo enseñar,/ y es bueno que lo recuerden: / si la vergüenza se pierde/ jamás se vuelve a encontrar.”
Si pasó el tiempo en que los pueblos nacían en torno de la estación del ferrocarril, tal vez venga ahora otro en que se reúnan nucleados por actividades de producción selectiva y alto valor agregado, como hierbas medicinales, conservas alimenticias y artesanías, cuya calidad alcance con el tiempo merecido prestigio y fomente tanto su exportación como el turismo atraído por su particular microclima cultural. Pensamos en comunidades cuyo afán de alcanzar una identidad respetada sea comparable al que nuestro pueblo pone en las actividades deportivas, con gremios que tengan sus colores, sus fiestas, sus patronos y una presencia orgullosa de su localismo en el concierto de la sociedad nacional. Ésta, por su parte, en los comienzos del proceso, debería volcar en ellas su firme espíritu de solidaridad moral y material, que a veces se traduce en meras acciones asistencialistas.
¿Utopía? No necesariamente. Tal vez, al aliviar a las ciudades de quienes se alimentan de sus humores más contaminados, los gobernantes logren imaginar, además de planes técnicamente apropiados para las soluciones macroeconómicas, espacios educativos aptos para restituir a la gente conceptos olvidados: algunos tan simples como que una vivienda, por pobre que sea, debe tener cierta estética no desprovista de sacralidad (hasta los pájaros parece que así lo sienten) o que las manos poseen funciones más gratificantes que la de tenderse para pedir.