Mayo y la danza
OLGA FERNANDEZ LATOUR DE BOTAS
He destacado antes de ahora1 lo que considero la índole del “patriotismo” de las famosas “fiestas” con que, en tiempos de la “Patria Vieja”, se conmemoraba la gesta que culminó el 25 de mayo de 1810. Esta condición óntica del espíritu popular celebrante –que ha dejado vigorosos y emotivos testimonios en la poesía, en las páginas periodísticas y en las memorias éditas e inéditas de coetáneos– se relaciona con la raíz etimológica de la voz “patriotismo”. Deriva de “pater” (padre), y sólo puede captarse desde la convicción de que las decisiones políticas, requeridas por las circunstancias, no entrañaban en absoluto una vocación para el cambio profundo de una cultura criolla donde las herencias ibéricas y americanas sustentaban floraciones de vívidos matices.
Por eso es que las “Fiestas mayas”, instituidas como conmemorativas de cada aniversario del “grito de la patria” por resolución de la Asamblea General Constituyente de fecha 5 de mayo de 1813, se exteriorizaron generalmente en actos típicos de las costumbres europeas de la época en su versión procedente de España. La diferencia fundamental es que ya no eran europeos sino americanos los promotores de esas manifestaciones.
La mayor parte de quienes exteriorizaban tales comportamientos eran criollos que los sentían como propios porque, en verdad, les pertenecían.
Es indudable que, desde varias décadas antes de nuestros “días de Mayo”, se había conformado una identidad rioplatense compartida por ambas bandas de Río de Solís y también, en forma más focalizada, una identidad porteña propia de Buenos Aires como también, con algunos caracteres diferenciales, una identidad distintiva de Montevideo.
La palabra “libertad” no constituyó un ripio, limitado a la exaltación poética de la gesta, sino la expresión de una “actitud vital” previa a los sucesos del año
10. De esa actitud –y de la aptitud para hacerla realidad– se tomó conciencia pública en Buenos Aires en
ocasión de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, para decidir el rechazo a las pretensiones territoriales de los británicos. Y sobre ella se moldeó progresivamente, a continuación de estos sucesos, la voluntad de apertura hacia los beneficios que su ejercicio significaba tanto en el plano social como en el económico y en el cultural.
Tal disponibilidad de opción, internalizada en el espíritu criollo, hizo posible el desenvolvimiento de un rico patrimonio de bienes culturales de procedencia muy diversa que, en aquella etapa de efusiones cívicas, eran asimilados y recreados aceleradamente por la sociedad hasta adquirir características ecotípicas sin necesidad de pasar por largos procesos de tradicionalización.
La danza tuvo en esto un real protagonismo
Tal vez prevaleciera entonces en América el duende bailarín del siglo XVII español –el más “alegre y festero” de su historia2– y tal vez se sumaran a él las predisposiciones a la danza que los cronistas señalaron entre los incas (sus numerosos “takis”) y que los jesuitas alabaron en los guaraníes. Tampoco puede ignorarse la aportación africana, con la fuerza, la sensualidad y ritmo de sus bailes rituales o de sus fervorosos esparcimientos 3.
En Buenos Aires y en Montevideo hubo danzas colectivas, efectuadas en celebraciones públicas y privadas, que, aunque compartidas con múltiples culturas –hasta de la América precolombina– habían adquirido nuevas funciones al ser consagradas por la revolución francesa de 1789. Así –pese a que muchos americanos vieran con repugnancia los vandálicos hechos que siguieron, en Francia, al 14 de julio de 1789– , tanto en Buenos Aires como en Montevideo se practicó una suerte de culto cívico del árbol y de sus representaciones emblemáticas –el mástil o palo y los arcos adornados con flores y cintas– que revitalizó su función mágica solsticiar primitiva… en este hemisferio de inversa sucesión estacional. Y tuvimos así, en nuestro otoño sudamericano, los símbolos prehistóricos del “Mayo” europeo, y la primavera de un verdecer patriótico suplió a la de la naturaleza tras la apropiación
justa y lícita del legado paterno por parte de los hijos.
Hubo también danzas de salón –urbano, suburbano y rural– que modificaron en el Río de la Plata sus contenidos estructurales y su sentido europeo para asociarse directamente al fervor patriótico de nuestros “días de Mayo”. El “Cielito” fue, como se verá, su claro paradigma.
La sociedad de Buenos Aires –y esto implica decir la de Montevideo, pese a las rencillas que (cosas de hermanas) se manifestaban por entonces– tenía incorporados a sus habencias culturales los conceptos de “danza” y de “baile” con matices diversos. Y como estos matices procedían tanto de la historia de las diversas danzas como de la creatividad local, que se ejercía sobre ellas generando variantes, será necesario intentar, en esta breve reseña, una mirada crítica sobre el panorama documental que se nos ofrece.
Breves reflexiones sobre “Danza” y “Baile”
Es frecuente que no nos detengamos a analizar muchos hechos de la cultura porque sentimos que, sin más, nos pertenecen. En la actitud inversa, y aunque la familiaridad que tenemos con estos términos no parezca justificarlo, he de demorarme un poco ante los lexemas “danza” y “baile” para profundizar en los contenidos constantes y variables de su significación.
Un ejemplo ilustre de que tal reflexión se impone al historiador que encare nuestro tema es el del padre Guillermo Furlong S J., quien se ve ante la necesidad de comenzar el brillante capítulo que dedica a Danzas y Bailes en su “Historia social y cultural del Río de la Plata” con las siguientes palabras: “En el supuesto, que creemos razonable, de que los bailes son signos de cultura…”. Lo que sigue vale la pena de acudir a la fuente4.
Si nos atenemos a las etimologías, tanto danza – de antiguo alto alemán “dansôn”, “extender”, según la mayor parte de los textos especializados –como baile– del latín “ballare” y éste del intensivo griego de
“arrojar” de acuerdo con las mismas fuentes, evocan acciones más bien gimnásticas que estéticas. No obstante, entre los griegos la danza poseía su propia Musa: Terpsícore, nombre que significa “la que goza con la danza”. Vale decir “la que la practica”, aserto este último corroborado por la etérea imagen de Terpsícore que plasmó el arte helénico, a la cual no se le puede atribuir una actitud que corresponda a la de quien esté fijando para la posteridad una coreografía ni mucho menos disfrutando de la danza como espectador. La musa de la danza está bailando y como, de las muchas musas creadas por los griegos las nueve más conocidas eran deidades protectoras de las ciencias (Clío de la Historia, Urania de las Astronomía) y de las artes liberales (Euterpe de la Lírica. Erato de la Poesía amorosa, Calíope de la Epopeya, Melpómene de la Tragedia, Polimnia de la Música, Terpsícore de la Danza y Talía de la Comedia) cabe concluir que la danza era considerada por aquellos clásicos como una de estas últimas.
La danza era un arte con musa y todo, mientras que –acotación que los celos me dictan– no ocurría lo mismo con las llamadas Bellas Artes que hoy, al menos en nuestro medio, excluyen a la interpretación coreográfica, musical y dramática de los sillones académicos. De todos modos, las palabras danza y baile, sinónimas en la actualidad, han caído del Olimpo a partir de su consideración racionalizada como “hechos culturales”.
Como veremos su contacto con las musas sólo se retoma cuando se considera a la danza en función definidamente espectacular, como es el caso del “ballet”.
Algo que importa destacar, porque tiene su materialización histórica y vigente en las costumbres de Iberoamérica, es la acepción del término “danza” que corresponde a “conjunto de bailarines que se reúnen para danzar” y no solamente al diseño o ejecución de una coreografía. Como veremos esto tenía sentido y aplicación en los días de Mayo.
Taxonomías coreológicas
Si pueden caber dudas acerca de que el bailar sea un arte, en cambio no ha de dudarse de que la Coreología es una ciencia: ciencia historiográfica y antropológica que trata del origen y evolución, del sentido y función, de la descripción (coreografía) y comparación de todos los hechos culturales que, a través del tiempo y del espacio, ha creado la Humanidad reconociéndolos como “danza”.
Existen múltiples criterios para clasificar las danzas.
Curt Sachs5 utiliza básicamente tres: a) según la naturaleza de los movimientos (danzas convulsivas; danzas conscientes); b) según los temas y tipos (danzas abstractas; danzas químicas; danzas mixtas); c) según las formas (danzas individuales; danzas corocirculares o colectivas; danzas de pareja).
La Enciclopedia Microsoft Encarta 97 recoge una clasificación de la danza en dos tipos principales: a) danzas de participación, que no necesitan espectadores y b) danzas que se representan, que están diseñadas para un público. Del primer tipo dice que “incluye danzas de trabajo, algunas formas de danzas religiosas y danzas recreativas como las danzas campesinas y los bailes populares y sociales”. “Para tener seguridad de que todos en la comunidad participan –agrega– estas danzas consisten casi siempre en esquemas de pasos muy repetitivos y fáciles de aprender”. En cuanto a las segundas expresa la misma obra: “Las danzas que se representan se suelen ejecutar en templos, teatros o antiguamente delante de la corte real; los bailarines, en este caso, son profesionales y su danza puede ser considerada como un arte. Los movimientos tienden a ser relativamente difíciles y requieren un entrenamiento especializado”.
Para completar esta breve referencia taxonómica a la danza como hecho cultural, deseo incluir los criterios clasificatorios que utiliza Norma Inés Cuello en su ponencia titulada “Acerca del concepto y la práctica de la danza folklórica”6. Inspirada, según lo expresa, por trabajos de Joann Wheeler Kealiinohomoku7 y Félix Hoerburger8 enfoca la caracterización de los diversos modos en que la danza, entendida como un sistema de comunicación, se presenta en nuestra cultura. Se vale para ello de un esquema que comprende: la danza social (comunicación al mismo nivel entre los danzantes: toda la comunidad es potencialmente participante): la danza artística o espectacular (comunicación a distinto nivel: surgen como planos distintos el del danzante y el del espectador) y la danza ritual (se propone lograr una comunicación con lo sobrenatural).
Tras la revisión, en el orden internacional, de la clásica “Historia Universal de la Danza” de Curt Sach, y la consulta, en el orden nacional, de las obras del argentino Carlos Vega primero y luego, en nuestros días, del uruguayo Fernando O. Assunçao, puede afirmarse que estos ilustres especialistas han cubierto con sus trabajos todos los ámbitos de ese acontecer, al fijar las grandes líneas generales de los procesos que rigieron y rigen los cambios de actitud social respecto de un gran tema central: “La Humanidad y la danza”.
En dichas obras y en algunas rigurosas investigaciones de otras procedencias, con más el aporte crítico personal elaborado para esta oportunidad, he de fundamentar esta reconstrucción de los contenidos semánticos que poseían los significantes “danza” y “baile” para los habitantes de Buenos Aires en mayo de 1810.
El pasado, en lo que era aún una “gran aldea” –según la perdurable calificación de Juan Agustín García– tendría por cierto más permanencia entonces que hoy y eso nos permite pensar que la memoria de los hombres y mujeres de Mayo ha de haber conservado múltiples recuerdos de manifestaciones coreográficas del siglo anterior y aún más antiguas, por vivencia propia o por relatos de padres y abuelos. Todo eso estaba en su cultura, tuvo su peso ideológico y contribuyó a la caracterización del pueblo que decidió hacer oír a todos los mortales el sagrado “grito de la Patria”.
El baile en la vida de un joven que tuvo 18 años en 1810
En contraste con lo muy general de la introducción, este trabajo va a iniciar su aproximación al tema de su epígrafe “in media res”. He elegido para ello un testimonio parcializado pero muy vívido, próximo en el tiempo y no influido por las efusiones posteriores al 25 de mayo de 1810. Un testimonio édito pero aún no utilizado en las obras coreológicas conocidas. Se trata de fragmentos extraídos de la Autobiografía de Ignacio Núñez (1792-1846), el autor de la primera publicación internacional de propaganda a favor de las Provincias Unidas, al decir de Juan Isidro Quesada quien también lo caracteriza –en el Prólogo de la edición que manejamos– como “hombre que actuó en los inicios de la revolución de Mayo, integró de inmediato los primeros gobiernos y participó en muchas de las expresiones culturales que esos mismos gobiernos propiciaron y apoyaron”9.
Los recuerdos de Ignacio Núñez constituían lo fundamental de la presente aportación y, si bien complementaré el panorama con referencias de otras fuentes, no pretende llegar más allá en un tema que ha quedado bien identificado por trabajos anteriores.
Los textos de Núñez, muestran una concepción “émica” (desde el adentro de los hechos) de las vivencias de un joven porteño, nada frívolo en su adultez, cuya afición al baile en los años juveniles agrega peso documental a un tema pleno de suposiciones y dudosos deslindes. Esta concepción debió de ser compartida por su generación y llegó sin duda, sin muchos cambios, a los “días de Mayo”, tres años después.
Veamos esos textos singulares y reveladores que hemos seleccionado con miras a penetrar en las costumbres y a fijar cronologías tanto en cuanto a los sucesos como en lo referente a las edades en que los rioplatenses se iniciaban en la vida social y el cultivo del baile.
“Nací en la calle Nueva, como se llamaba entonces la que hoy tiene el nombre de 25 de Mayo /… /”,
declara Ignacio Núñez y agrega más adelante:
“Entre mis papeles se hallará el certificado de mi bautismo, con la declaración del reconocimiento de
mis padres: nací el 30 de julio de 1792, y se me bautizó al día siguiente por el cura de la Catedral doctor don Juan Cayetano Fernández de Agüero, siendo la madrina mi propia abuela, doña Francisca de Paula Gadea”.
Hijo de padres solteros al tiempo de su nacimiento, ambos de buena posición social, vivió una existencia singular ya que aquellos nunca formalizaron su matrimonio y, sin abandonarlo totalmente, siguieron caminos diversos, lo que puso a Ignacio en contacto con distintos ambientes sociales y componentes étnicos que tal vez no sea ocioso subrayar a la hora de referirnos a su confesa vocación por el baile. Dice el memorialista:
“No tanto por miramientos de decencia, ni porque mi madre no fuera de una constitución sana y robusta, sino por no privarse del tiempo que sea necesario para los placeres, se encargó de criarme una nodriza, de origen indio llamada Florencia, casada con un hombre de color llamado Modesto, de oficio carpintero, esclavo de la comunidad de religiosos mercedarios, que existía entonces en la que ahora es parroquia de la Merced. Uno y otro vivieron bastante tiempo para que yo pudiese distinguir sus condiciones, y reconocer de algún modo el cuidado con que me trataron: uno y otro habían merecido por su conducta regular, las mayores distinciones no sólo de mis padres sino de todas las gentes de quienes estaban en dependencia; pero uno y otro mancharon los últimos años de su vida, entregándose a una multitud de vicios que dieron en tierra con su reputación y les trajo una vejez achacosa y pordiosera”.
“Aunque privado de los alimentos naturales de mi madre, ni ella ni mi padre descuidaron nada de lo que podía contribuir a la sanidad y a la ostentación de mi existencia. Se me preservó de la viruela, que en su carácter privado adoptó este ejercicio benéfico en aquellas mismas circunstancias, cuando todavía no se administraba la vacuna en estas regiones”.
“Conservo por tradición la idea de la lujosa compostura de mis ajuares, y si yo mismo he tenido este prurito en la mediocridad de mi fortuna, cuando se criaba mi hijo Julio, debo atribuirlo a las impresiones que me dejaron las repetidas historias que he oído referir a mi familia sobre los vestidos y sus colores, las alhajas y su valor, con que de continuo se me ostentaba en las funciones públicas, en las visitas, los bailes, los paseos, harto frecuentes entonces entre la familia de mi madre”.
“Cuando yo nací y se me criaba de ese modo, el mundo y mi patria se ocupaban de dos grandes incendios.
El primero, que convirtió la Revolución Francesa en un teatro de los más espantosos horrores; y el segundo que redujo a cenizas el único teatro dramático que se había conocido en Buenos Aires. la evolución de los franceses estalló el año de 1789 y desplegó su mayor furia en el de 1792, decapitando a su rey Luis XVI el 29 de enero de 1793 y levantando sobre sus ruinas el trono sanguinario de Robespierre, que asoló al pueblo de Francia e hizo temblar todos los tronos del mundo. El incendio del teatro de Buenos Aires sólo fue de una materialidad funesta para los dos empresarios, uno de los cuales era don Francisco Velarde, deudo inmediato y muy relacionado con la familia de mi padre. Acababa de construirse el monasterio de capuchinas, o monjas de Santa Clara, que existen en esta ciudad con el nombre de San Juan. Se hicieron funciones en celebridad de su colocación, y la caña de uno de los cohetes voladores que se dispararon desde el mismo pórtico del templo distante como 300 varas del teatro cayó en él e incendió el techo que era de paja, como el de nuestros ranchos de la campaña.
El teatro se hallaba en el mismo lugar donde hoy existe el principal mercado, y aún cuando la noche del incendio la concurrencia había sido numerosa, no sucedió más desgracia que la ruina total del edificio con toda la armadura dramática”.
El juego, los bailes y las parrandas parecen haber sido moneda corriente entre muchos porteños y montevideanos, así como una clara inclinación al lujo en el vestir y a la opulencia en el yantar (si bien también había en esto último un sentimiento de solidaridad humana tan arraigado que nadie quedaba en las calles sin que se le ofreciera un plato de comida). De los diez a los trece años Núñez, que había tenido una espantosa experiencia escolar pero no carecía de conocimientos mundanos, desarrolla su existencia entre los “pueblos” de Buenos Aires y Montevideo y es más lo que relata de este último en cuanto a costumbres como que, a la manera de Ulises, se siente atraído por observar lo peculiar, lo diferencial de sus vivencias en ambas bandas del río.
Así es como, durante su estancia en la vecina orilla, trabajó primero para el escribano porteño don Manuel Sainz de Cavia, donde lo colocó su madre, y luego, recomendado por su tío, don Pedro Conde, lo hizo como dependiente de la casa de comercio de don Francisco Antonio Maciel. El afectuoso y liberal trato que éste le otorgaba a sus empleados –sin los rigores acostumbrados en Buenos Aires– hizo que el joven Núñez pudiera cultivar sus aficiones. Y es así como, con aquellos precoces trece años cuya participación en cosas de adultos no parece haber asombrado a nadie en su tiempo por ser cosa habitual, Ignacio Núñez concurría al teatro, visitaba los billares y estudiaba danza. Refiere al respecto:
“Concurría a la escuela de danza, no sólo porque el baile llenaba mis inclinaciones, sino porque lo dirigía un hombre de color nombrado Ambrosio Velarde, que había sido esclavo de mi familia, y formado parte de la orquesta empleada en el teatro de Bueno Aires que se incendió el año 1792”.
Y redondea la idea con un párrafo que podría leerse como buen ejemplo a los jóvenes de todo tiempo:
“En fin, yo disfrutaba de la vida, bien vestido, siempre limpio, aparentando por mis esmeros un equipaje desproporcionado con mis recursos, pero sin faltar jamás a mis deberes, recomendándome por mi actividad y por la fidelidad algo escrupulosa con que manejaba los intereses que pasaban por mi mano para atenciones de la barraca”.
Este fondo de decencia no puede ser olvidado cuando se califique la juventud del memoralista. Por ello no concuerdo con la opinión de Quesada, el distinguido prologuista, a quien “mueve a la perplejidad” la “dicotomía” entre el Núñez rivadaviano “hombre de consulta, culto, investigador de archivos y de los arcanos históricos de la patria” y aquel “muchacho desaprensivo, algo corrompido y amigo de la vagancia”.
Creo que debemos comprender la diferencia de maduración que existe entre un adolescente de trece años y un adulto so pena de parecer más arcaicos que nuestros antiguos.
Los sucesos fundamentales de esta etapa de la vida de Núñez y de toda la sociedad rioplatense, son la invasión inglesa a Buenos Aires (1806) y el asedio y caída de Montevideo (enero de 1807). Y nombro sólo éstos porque su sabrosa autobiografía concluye en esta última fecha cuando, sin el conocimiento de los “beneficios de la historia” se estaban viviendo de variadas maneras sus trascendentes consecuencias.
También se destaca la a veces no suficientemente valorada influencia de la transculturación portuguesa, más evidente por cierto en Montevideo, pero incidente sin duda también en Buenos Aires. Resultan interesantes por la frescura de su manifestación y su carácter costumbrista, estas líneas en que Núñez se refiere a los halagos que recibía por sus buenos servicios a funcionarios del gobierno montevideano y a la pequeña pero perdurable soberbia de corte imperial que en el jovencito produjeron:
“Apenas podrá presumirse lo que me hinchaba con estas demostraciones, es más que probable que desde entonces tomase el aire que dio motivo para que muchas gentes me equivocasen tomándome por portugués”.
Acotemos que la relación “portugués-fanfarrón” y “criollo-socarrón” constituye la base psicológica de los primeros sainetes gauchescos y que ya en “El amor de la estanciera” (fines del siglo XVIII), la pieza culmina con la frustración de las pretensiones del portugués (brasileño), Marcos y el triunfo del gauchito Juancho, participantes ambos, junto con la estanciera Chepa y sus padres Pancha y Cancho en el baile de un “fandango”, como dice la estrofa inolvidable:
Traiga la guitarra Marcos
que un fandango hemos de hacer
y han de bailar Chepa y Juancho,
Cancho y Pancha, su mujer.
Después de la reconquista de Buenos Aires, Núñez retorna a su pueblo y abraza –con tan juveniles años como era costumbre y hemos leído siempre respecto de San Martín en España– la carrera militar. No por eso deja de practicar sus placeres sociales preferidos. Especialmente la danza.
Al parecer la relajación de las prácticas religiosas en los días del dominio británico había provocado verdaderas –e inocentes– revoluciones en los comportamientos.
Por eso dice Núñez:
“Desde que no había castigos que temer, era indiferente cumplir o no cumplir con los mandamientos de la iglesia. La misa de once en la Merced, era una cita concertada para los estrados y los bailes, y, en el pórtico, se contraían compromisos para las primeras contradanzas”.
Tocado ya el tema de los bailes por sus nombres propios coronaremos con esta larga cita de Núñez las valiosas aportaciones de tan jugoso documento. Al referirse a los entretenimientos que prefería después de sus horas de trabajo, expresa:
“El baile era uno de los primeros, en los dos ramos en que se dividía: al uno se debe el nombre de baile decente y se componía de varias piezas: 1º paspié, que lo bailaban una o dos parejas con el compás lento del minué, pero con más variedad de paseos y figuras. 2º El minué liso o figurado. 3º El churri, que era un compuesto de minué y contradanzas, como el ninué federal. 4º La contradanza se bailaba muchas veces con treinta y dos medias figuras o dieciséis figuras enteras, a saber: látigo comido, carlota, alas, cadena, alemanda, espejos, banderas, cruz de malta, puentes, látigo sostenido, corona, molino, solos, paseo, valse. Entre estas figuras se ocultaban algunos secretos que hacían cosquillear a los padres y a los maridos. 5º La valsa: se bailaba por una o dos parejas, que no se limitaban a dar prueba de agilidad: circulaban figurando con la misma rapidez. 6º La alemanda,
que se bailaba con compás pausado de contradanza, entre un caballero y dos señoras, de uno a otro extremo de la sala, variando el infinito las figuras. 7º La pieza inglesa, o lo que hoy se llama solo inglés. 8º Boleras. 9º Afandangado: estos dos bailes eran muy parecidos y exigían para lucir toda la gracia de Andalucía en el juego de pies y los brazos. 10º El cielo en batalla: este baile era una contradanza adulterada, que tomaba su nombre del espíritu guerrero dominante, como invento en estas mismas circunstancias; se bailaba con música y canto al propio tiempo.
“El otro ramo en que se dividía el baile, correspondía a la clase inferior de la sociedad. Se llamaban pericón, cadena, tabapui, cielito de tres parejas, fandango y últimamente de un baile portugués, el vuelú, de la familia de las boleras y el fandango, en que se apuraban las vistas obscenas de las figuras. Todos estos bailes inferiores se bailaban con música de guitarra y canto”.
“En las reuniones de baile que se llamaban decentes, las jóvenes cantaban en el estrado canciones españolas o portuguesas, acompañándose del clave, y a veces de la harpa o de la guitarra; en los bailes inferiores siempre se acompañaban de guitarra y cantaban lo que se llamaba tristes, canciones tiernas o melancólicas del Perú, que algunos atribuían a los pesares que afligían a los indios por el recuerdo de la conquista y el tratamiento que recibían de los españoles”.
Es tan preciso el texto que acabamos de transcribir y tan rico el contexto en que se encuentra inserto, que me animaría a encarar un pequeño volumen sólo para analizar todo lo que se nos ha dicho. No obstante, el espacio otorgado me indica que ha llegado la hora de los redondeos y a ellos me remito.
Conclusiones
En la autobiografía de Núñez son valiosos todos los datos: unos para confirmar y ubicar con precisión o ya sabido; otros para agregar nuevos elementos a la historia de la danza social rioplatense. Todas las mencionadas son danzas conscientes, abstractas o mixtas, de participación y de parejas, con la única excepción del “solo inglés” que era individual.
Se nos ratifica la predilección de los salones por los minués y sus variantes y contaminaciones, entre las cuales aparece el desconocido “churri” (¿nombre emparentado acaso con el estilo churrigueresco? Que tal vez fuera en verdad una gavota, es decir un minué grave con un “allegro”, como efectivamente lo fueron posteriormente el Cuándo, la Condición, la Sajuriana y el Federal o Montonero. Todas estas son danzas de pareja “solista” según la clasificación de Vega. Aunque en algunas se admitiera también el compartir sus figuras entre dos parejas. Una excepción –que en el repertorio folklórico conservó su correlato bajo la forma de El Palito– es el mencionado como alemanda. Esta última danza tuvo notable influencia en estas tierras y su nombre, “arreglado” por la oralidad, pasó a convertirse en el de “demanda” que se estila, por ejemplo, en El Pericón. La consagración del vals o “valsa” como danza ágil y figurada, es dato importante en la cronología coreológica y nos queda, como siempre, el enigma del fandango y fandanguillo rioplatenses, tantas veces citado en los documentos y en la literatura (recuérdense los versos del “Martín Fierro”, por ejemplo tardío) pero jamás cabalmente descripto.
Una interpretación personal cabe aquí respecto de la “pieza inglesa” o “solo inglés”. Tras la lectura del interesante artículo de Juan Pedro Franze titulado “William Davis. Un maestro de danzas (Documentado cuadro de costumbres de Buenos Aires de la primera mitad del siglo XIX) “10 estoy por creer que el lexema “solo” pueda ser una desfiguración de la palabra “sailor” (marinero), pronunciada por hombres de habla inglesa y recibida por los criollos. En el trabajo de Franze se indica que, aunque se lo identifica en el texto del British Packet con un “horn-pipe”, no era solamente un “hodge-podge”, sino que fue bailada “con botas y no con la zapatilla liviana de los sailors del Solo inglés”. Vega lo coloca, junto a la Campana –no descripta– entre las danzas individuales de salón. En la campaña, el Malambo tiene esa misma condición.
La contradanza, en salones y en pulperías, en la ciudad y el campo dominaba la fiesta. Derivada de la “country dance” inglesa, conocida luego como “contredance” en Francia y “contradanza” en las comarcas ibéricas, fue danza de parejas interdependientes, casi todo el tiempo sueltas o tomadas de las manos o brazos y sólo en la valsa enlazadas. Mantuvo la vigencia de sus versiones francesas y españolas en toda Iberoamérica y generó las criollas que fueron el cielito, el pericón, la media caña y otras más en distintas áreas culturales del país y naciones vecinas. Son particularmente interesantes los precisos nombres de las figuras que Núñez detalla, si bien menciona dieciséis y sólo cita quince. Algunos de esos nombres corresponden a figuras conocidas que se han mantenido por tradición oral en la campaña; otros no nos han dejado rastros para su reconstrucción. Interesa destacar la existencia del nomenclador “figuras enteras” y “medias figuras”, que prevaleció en el nombre de la danza “Media Caña” y en el de las figuras “media vuelta”, “medio giro” y “medio molinete”, por ejemplo. Carlos Vega nos ha dicho casi todo sobre la historia de este baile y nos ha indicado las principales fuentes donde hallar el resto.
El testimonio de Núñez dice, eso sí, del nacimiento del cielito, como danza patriótica, en ocasión de las invasiones inglesas (1806; 1807), lo que explica la familiaridad de Bartolomé Hidalgo y de los receptores de sus “Cielitos patrióticos” después de mayo de 1810.
En el capítulo de los bailes de la “clase inferior” puede observarse que se trata de los mismos que en la alta. La gran mayoría proceden de los salones europeos, con los nombres cambiados, como ocurre con el pericón (que es una contradanza), con el cielito de tres parejas (que también lo es y posiblemente corresponda a la media caña). Otros son fruto de contactos “pueblo a pueblo” como el fandango y las boleras, cuya versión por la vía del Brasil portugués cita Núñez como “el vuelú”. Este nombre –de resonancias africanas-no aparece en ningún documento hasta ahora conocido, pero no sería extraño que se tratara del “ondú” o “lundú” citado por Vega y Assunçao y Curt Lange reiteradamente.
Es conmovedora, por otra parte, la referencia a las canciones que se interpretaban tanto en las altas como en las bajas esferas: la no muy reconocida influencia del repertorio portugués, la presencia del arpa junto a la guitarra en los estrados porteños y especialmente, la sentida referencia a los tristes peruanos, canción hasta hoy recordada en el área pampeana. Tanto en la acotación sobre la condición del indio americano como en las relaciones de la clase alta con indios y negros que en otras partes del escrito se encuentran, se demuestra una sensibilidad y una afectividad pronunciadas hacia dichos estamentos de la sociedad, por parte del memorialista.
Tal vez fuera general esta conciencia, luego diluida, respecto de dichos componentes étnicos en el país. Tal vez no sea ajena a su incidencia en la Autobiografía la crianza recibida por Ignacio Núñez de la india Florencia y del esclavo Modesto, “hombre de color”.
Distintas clases de danzas, no mencionadas en el escrito de Núñez, fueron conocidas también en el Buenos Aires de 1810. Así las danzas colectivas de carácter ritual, que los africanos realizaban en sus sitios urbanos, algunas veces con su carácter primitivo y otras como ofrenda a las sagradas personas de la cristiandad.
En este sentido, el papel de las cofradías fue muy importante, y entre ellas, en particular la de San Baltasar (advocación curiosa si es que en esta capital se refería, lo mismo que ahora en ciertos lugares de Corrientes, a aquel “Rey Mago” o “Mago de oriente” que adoró a Jesús Niño y era de raza negra)11.
Las danzas religiosas que preparaban los jesuitas en sus famosas misiones de indios guaraníes habían sido conocidas y admiradas en Buenos Aires en distintas oportunidades. No sería extraño que también se realizaran actos por el estilo en algunas parroquias porteñas. Lo cierto es que tales manifestaciones continúan con vigencia folklórica en algunas áreas de la Argentina (danzas de samilantes, suris y chunchos en Jujuy, danza de los chinos de Andacollo en San Juan, charanda y pericón de San Baltasar en Corrientes, etc.)
Las danzas colectivas, de intención cívica, puestas en boga en Francia, se ejecutaron durante las Fiestas Mayas como lo demuestran múltiples descripciones de época y como lo recogen piezas de la poesía gauchesca: la “Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las
Fiestas Mayas en Buenos Aires, en el año 1822” de Bartolomé Hidalgo, en que aparecen niños danzantes con arcos y el fragmento del “Paulino Lucero” de Hilario Ascasubi, destacado por Assunçao12 donde aparecen dichas danzas y otras de trenzar en ocasión de celebrarse el tercer aniversario de la jura de la constitución en la Plaza Matriz de Montevideo. Este último tipo de danza ceremonial, universalmente practicado en contextos diversos, se ejecuta hasta la actualidad en las afueras de la ciudad de San Salvador de Jujuy por grupos infantiles, entre el conjunto de las “Adoraciones” al Niño, en tiempo de Navidad.
Es imposible no ver con cierto asombro la ausencia total de bailes de la promoción anterior al minué, de pareja suelta, independiente, apicaradas y de galanteo, que los cronistas hallaron, hasta muchos años después en la campaña rioplatense: el Gato es el ejemplo más típico. Su ausencia de las memorias de Núñez constituye un dato cultural sobre los “pueblos” del Buenos Aires y de Montevideo que debe tenerse en cuenta.
En resumen, las danzas desempeñaron una función social muy importante en aquellos días de Mayo y han permanecido, después, con sus ricas variantes, profundamente arraigadas en manifestaciones tradicionales de la cultura argentina13.
* Olga Elena Fernández Latour de Botas. Escritora, docente universitaria e investigadora nacida en Buenos Aires, se ha especializado en los campos concurrentes del Folklore, la Historia y la Filología. Doctora en Letras por la Universidad del Salvador. Autora de más de cien trabajos publicados – libros, fascículos y artículos- tanto en la Argentina como en el exterior. Ha recibido premios y distinciones nacionales e internacionales.
Es miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, de la Academia Argentina de Letras y de otras corporaciones académicas del país y del extranjero. Presidenta de la Institución Ferlabó. Fundadora de la Asociación Amigos de la Educación Artística. El Gobierno de la República Francesa la ha honrado con su condecoración como Chevalier dans l’Ordre des Palmes Académiques. (2004).
1 “El patriotismo de las Fiestas Mayas”, en La Nación, Buenos Aires, 18 de mayo de 1996.La presente publicación de “Mayo y la danza” reedita el capítulo homónimo de la obra colectiva Los días de Mayo, coord. Alberto David Leiva, San Isidro, Academia de Ciencias y Artes de San Isidro, 1998; 2 tomos.
2 Danzas populares de España. Castilla la Nueva I, Madrid, 1957.
3 JORGE EMILIO GALLARDO, Presencia africana en la cultura de América Latina. Vigencia de los cultos afroamericanos, Buenos Aires, 1986.
4 Buenos Aires, 1969, tomo I.
5 CURT SACH, Historia universal de la danza, Buenos Aires, 1944.
6 En: Congreso Nacional de Folklore, Laguna Blanca, Formosa, 1979, Resistencia (Chaco) s/f.
7 JOANN W. KEALIINOHOMOKU, Folk Dance, en R M Dorson, Folklore and folklife, 1972, citado por Cuello /v. nota 6/.
8 FÉLIX HOERBURGER, On the concept of Folk Dance, en Journal of the International Folk Music Council, 1968, citado por Cuello /v. nota 6/.
9 IGNACIO NÚÑEZ, Autobiografía, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1996.
10 En: “Revista del Instituto de Investigación Musicológica “Carlos Vega”, Facultad de Artes y Ciencias Musicales, Universidad Católica Argentina, Año 9, nº 9, Buenos Aires, 1988. Lo muy singular es que dicho maestro de danza es “hombre de color” norteamericano y que su acción se dirige a veces a la “población de raza negra y de habla inglesa” existente en Buenos Aires alrededor de 1840.
11 Véase La fiesta de San Baltasar. Presencia de la cultura africana en el Plata, de ALICIA C. QUEREILHAC DE KUSSROW, Buenos Aires, 1977.
12 FERNANDO O. ASSUNÇAO. Orígenes de los bailes tradicionales en el Uruguay, Montevideo, 1968.
13 De CARLOS VEGA recomendamos para este tema, como ejemplos orientadores, El origen de las danzas folklóricas, Buenos Aires, 1956 y la obra póstuma El cielito de la independencia, de Carlos Vega –Aurora de Pietro-, Buenos Aires, 1966.